viernes, 9 de octubre de 2015

El Duende de Granada II

"Como de costumbre, cada domingo al romper la mañana un santo y respetado padre salía de las casas de Santo Domingo, rumbo a San Juan. La monótona rutina del camino se rompió cuando, un día, apareció una anciana vestida toda de negro, llamándole la atención: arrodillada ante una de las cruces que había en el camino, se balanceaba repitiendo alguna piadosa letanía entre susurros, con las manos recogidas en el pecho. Cada mañana se le adelantaba, hasta que su nuevo discípulo (un tal Pedro, llegado de Castilla la Vieja), en su curiosidad, le animó a preguntarle la causa de tan pesada penitencia. Ella les ignoró, y sólo después de mucha insistencia lograron saber que la mujer llevaba semanas sin descansar, consumida por algún trauma que le llevaba a aquella manía impulsiva que, sin embargo, no parecía haberla sumido en la locura, aunque sus ojos mostraran pavor.

Al revelarles la parroquia a la que pertenecía, los dos reverendos se lo tomaron con calma. Y un sábado de madrugada, el anciano despertó a su aprendiz y se desviaron de su habitual rumbo, perdiéndose en el caserío. Con las calles completamente desiertas, el silencio pesaba en aquella la oscuridad sólo aligerada por un alba que empezaba a clarear muy débilmente. Ello, hasta que de repente una figura saltó de la nada, aunque detenida casi instantáneamente por el anciano. Con las manos adelantadas, Pedro sólo pudo darse cuenta de cómo la calle se iluminaba levemente, mientras su maestro pronunciaba unas palabras ininteligibles -ni latín, ni griego, ni hebreo, al menos-, que acabaron con un sordo fogonazo. Y volvió el silencio. No le dio ni siquiera tiempo a santiguarse: tampoco hubiera servido de nada, como le dijo el anciano sacerdote que le apadrinaba. Encendiendo un pequeño candil, le mostró la pared que tenían delante.

- Míralo. Es inofensivo. Lo que has visto, o mejor dicho, sentido, quedará ahí hasta que este edificio desaparezca: su destino quedará unido al de esta roca. Esto ya lo aprendió no sin pocas penas Cisneros, cuando derribó ciertas casas y templos de los moros, ignorante como todos los buenos cristianos viejos que le acompañaban por aquél entonces. Algunos de estos seres andan sueltos desde entonces; otros, dicen, siempre han sido libres y nadie de entre moros o cristianos los han logrado apresar. Ahora descansaremos, pues mañana sabrás más de esto a la luz de los códices que guardamos. ¡Pobre Cisneros! El Alcorán era el menos importante de los libros que los mahometanos guardaban con celo en su Madraza y, pese a su ignorancia, algunos de sus consejeros supieron salvar aquellos que los sabios infieles más valoraban. Gracias a ello podemos mantener la cordura en Granada. Por hoy, Pedro, ya has visto suficiente."

Aún hoy, aquel rostro se puede ver en una de las callejuelas del Bajo Albaycín.

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