El Cromlech de Dílar II
Allá por el 1851 un pequeño pueblo de
nuestra tierra vivió unos días de auténtico pavor. Hace tiempo os
hablábamos sobre la excepcionalidad histórica y arqueológica del cromlech que hubo en
Dílar, puesto que es algo totalmente inusual en estas tierras. Desconcierta saber que su existencia fue sorprendentemente efímera,
ya que se destruyó al poco de su hallazgo y su recuerdo
prácticamente se ha perdido: quién pregunta o busca más
información se acaba topando con una cortina de silencio.
Como decíamos, este cromlech era en
realidad un conjunto de tres círculos de piedras megalíticos, si
acaso parecidos a Stonehenge excepto por sus menores dimensiones y
por custodiar las almas de guerreros antiguos, bajo el túmulo que
delimitaban sus menhires. Hoy, algunos arqueólogos lo conocen sin darle excesiva
importancia: unos vestigios más destruidos por el tiempo, cuyo
dólmen más importante han reconstruido parcialmente en el Parque
de las Ciencias de Granada. Allí podéis visitar esta copia, en la que por supuesto no queda rastro alguno del
terror que aquellos túmulos encantados inspiraron a toda la gente que los vieron con sus
propios ojos.
En aquellos años de pobreza del s.XIX un cazador
empeñado en sacar a su presa de una madriguera sintió como el suelo
se hundía bajo sus pies. Cayó en una cámara subterránea largo
tiempo olvidada, que protegía los huesos de antiguos caudillos que rápidamente apartó sin cuidado, pues el cazador sólo se fijó en los restos de
oro y bronce, cuya extraña decoración atrajo su mirada. Y cautivó
su alma.
Su avaricia no pasó desapercibida. Como
en todos los pueblos, la noticia corrió como la pólvora: los más
jóvenes del país se dirigieron hacia la lúgubre explanada de los
Toriles, antesala de la sobrecogedora Boca del Río Dílar, que se
encuentra protegida por dos imponentes moles afiladas que la siguen
flanqueando. Iban a por riquezas, cavando de día y atreviéndose a
dormir allí de noche. Pero lo que allí hallaron no era lo que
buscaban.
Lo único que sabemos es que, a los
pocos días, las ruinas fueron destruidas y las rocas arrancadas
del suelo y dispersadas, como queriendo borrar su existencia. Lo que
sucedió allí, si es que alguien lo sigue recordando, debe sobrevivir en la memoria de
los más mayores del lugar: de aquellos pocos a los que sus padres se
atrevieron a contárselo, movidos por el temor y la desesperación de
ver desaparecer a sus hijos. Los que presenciaron aquellos días,
vieron con sus ojos y sintieron en su corazón lo que le sucedió a
aquellos que cavaron cegados por la codicia en un lugar silenciosamente protegido.
Sólo nos queda el relato de un
erudito, don Manuel de Góngora y Martínez, que en 1868 nos legó
testimonio de que "
el monumento en cuestion era un dólmen
complicado de nueve metros de largo... Sobre él se elevó un
montículo de tierra, cuyo diámetro mide veinte y tres metros, y le
limitaron con círculo de piedras clavadas en el suelo que, por punto
general tienen ochenta centímetros de longitud...".
Se hallaron otros dos túmulos con cromlech, de más de 15 y
18 metros de diámetro, y que llegaron a tener más de tres metros
de alto.
Aunque don Manuel no fue testigo
ocular de aquello, supo que las gentes de allí creían en
cosas inverosímiles. Decía textualmente: "...me
refiero á los monumentos formados de grandes piedras sin labrar,
atribuidas por el vulgo á los gigantes ó á los encantadores, por
los eruditos a los celtas,..."
Su
amigo, el artista Martín Rico, dejó un testimonio mucho más inquietante en su cuadro, que a
continuación reproducimos. En él se ven los Alayos entre nieblas, evocando las brumas del pasado; los
tres círculos de las agujas de Dílar -así
las llamaron los lugareños-, que medían en torno a un metro de alto, y dominando la escena desde la esquina superior de la pintura, el Veleta
imperante.
Los tres misteriosos Cromlech de Dílar (pintura de Martín Rico)
Hay una vieja leyenda irlandesa,
relatada en un cuento del argentino Enrique Anderson Imbert,
La Peste, que podría
ilustrarnos sobre el horror vivido aquellos días en que unos
espíritus en letargo fueron despertados para abandonar sus hogares
bajo tierra y recordarles a los vivos que seguían existiendo. Robarles
sus tesoros era arrebatarles la vida, y la defenderían como sólo
ellos saben hacer: helando los corazones, erizando los cabellos,
enloqueciendo las mentes.
"El primer signo de que las
hadas de Irlanda estaban debilitándose enfermándose, muriéndose,
lo notaron los hombres de Sligo. En una localidad llamada Rosses hay
un montón de piedras: un pastor que durmió allí despertó loco. A
los pocos días lo mismo ocurrió a otro. Y después a otro. Ya no
hubo dudas: lo que pasaba era que las hadas robaban las almas a los
dormidos dejándoles solamente sus ensueños. Cuando despertaban, los
empobrecidos pastores no podían pensar ni hablar sino con los pocos
ensueños que les quedaban en la cabeza..."
Por unos días las
hadas de aquella historia no fueron de Irlanda sino de Granada, y los
hombres de Sligo, de Dílar. Los pobres ingenuos que intentaron apropiarse
de los tesoros de antiguos guerreros encantados acabaron vagando,
errantes y perdidos, por los Alayos de Dílar bajo la sombra del
Trevenque y la mirada del Veleta.
La Boca del Río Dílar, paso natural a los Alayos, entre el Faufín y Los Picachos.