Es tiempo de tormentas,
truenos y rayos. Fenómenos ante los que nuestros antepasados
enmudecían. Cuando les sorprendía la ira celeste, corrían a
resguardarse en la habitación más profunda del hogar, o al chozo
más cercano si eras pastor o labrador y te encontrabas desamparado
en mitad del campo. Era tanto su miedo, que los dioses más poderosos de la Antigüedad
siempre se relacionaron con la tormenta. En la Bastetania, el dios
Netón, señor del Trueno y de los Terremotos, tenía su trono en lo
que hoy es Sierra Mágina y era adorado y temido por íberos y romanos en la
antigua Acci (Guadix) junto a Isis. Y probablemente lo fueran también en algún lugar de la antigua Granada, pues conocemos la existencia de
extraños rituales en aquella Iliberri/Ilíberis, cuyas
ruinas reposan esquivas bajo el Albaicín, aunque de estos hallazgos os hablaremos
en próximas entradas.
Ante la violencia
desatada del cielo, aquellos pueblos ingeniaron diferentes formas
para combatir su amenaza. En la Antigüedad se elevaban
plegarias y sacrificios en altares dedicados al dios que, conocido por diferentes
nombres, los desataba (Júpiter, Netón, Airón). En la Edad
Media, los cristianos hacían sonar sus campanas de bronce para
ahuyentarlas – lo que en más de una ocasión provocaba la
fulminante caída de un rayo sobre ellas. Pero también se mantuvo desde los más
remotos tiempos un oficio del que ni cristianos, ni musulmanes ni
judíos pudieron prescindir, quizá por ser el más impresionante y
eficaz hasta el triunfo de la ciencia moderna.
Los "conjuradores" o
"encantadores de nubes y tormentas" se entremezclaron con las figuras
del sacerdote, imán o rabino. Herederos de una tradición ancestral, de
la que solo nos quedan vagas referencias, con sus conjuros hacían que las
tormentas desaparecieran o se alejaran de la población a la que debían proteger. Algunos
llegaron a alcanzar tal poder, que podían lograr que aquellas
nubes desarrollaran todo su potencial y lo descargaran en el lugar
que éstos les indicaran. Todavía hoy, bajo la sombra del Aneto y la
Maladeta en los Pirineos (fijaos el parecido de Aneto con Netón
-aunque su significado sea Ai-neto, “El pico más alto”, y
el nombre de su macizo rocoso, ya que Maladeta significa de “La
Montaña Maldita”), se conservan cerca de algunas iglesias unas
pequeñas construcciones cubiertas, llamados esconjuranderos,
comunidors o
reliquiers, que dominan una panorámica excelente de su entorno y
desde donde aquellos sacerdotes entonaban sus conjuros. Incluso se
han conservado en antiguos libros y refranes parte de su contenido:
En San Vicente de Labuerda gritaban "Boiretas en San Bizien y
Labuerda: no apedregaráz cuando lleguéz t’Araguás: ¡zi! ¡zas!".
En 1529, lejos de estar este oficio en decadencia, el inquisidor fray
Martín de Castañega criticaba en su "Tratado muy sutil y bien
fundado de las supersticiones y hechicerías y vanos conjuros" la
proliferación de conjuradores que “juegan con la nube como con una
pelota” y “procuran echar la nube fuera de su término y que
caiga en el de su vecino” (para más información sobre los
esconjuranderos pirenaicos,
http://www.tiempo.com/ram/2043/ahuyentando-tormentas/)
Si esto sucedía en el
norte cristiano medieval, del sur dominado por el Mulhacén tenemos
un testimonio mucho más cercano a Granada. En el siglo XIII un monje escribía
probablemente en Santo Domingo de Silos un poema en honor al conde
Fernán González. En él hemos encontrado una referencia, que hasta ahora había pasado desapercibida, de cómo también los moros en el sur mantenían este
extraño ritual ancestral. Nos dice aquel monje en boca del buen conde:
476 «Los moros, bien
sabedes, se guian por estrellas,
non se guian por Dios,
que se guian por ellas;
otro Criador nuevo
han fecho ellos d'ellas,
diz que por ellas veen
muchas de maravellas.
477 Ha y otros que
saben muchos encantamientos,
fazen muy malos gestos
con sus espiramientos,
de revolver las nuves
e revolver los vientos
muestra les el diablo
estos entendimientos.
(Poema de Fernán González, vv. 476-477)
A los ojos de aquel clérigo castellano lo que estos sabios realizaban era una simple práctica impía y pagana a despreciar. Algo que en realidad revela el temor de aquellas gentes, cristianas o musulmanas, sobre sus sobrecogedores efectos y la ignorancia sobre su misterioso significado y origen. Sin duda, no es más que el fiel
reflejo de cómo perduraron en aquella Espanna, Sefarad, Al-Ándalus
medieval, las creencias populares de los tiempos antiguos.
Es fácil imaginarnos
cómo desde el blanco Albaicín, la roja Alhambra o el pardo Mauror
coronado por las Bermejas, desde alguna pequeña torre que dominaba toda
la Sierra Nevada del Sulayr, algún esconjurandero desplegaba todo su
formidable poder en días como éste.
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