viernes, 6 de mayo de 2016

Tormentas de primavera

Es tiempo de tormentas, truenos y rayos. Fenómenos ante los que nuestros antepasados enmudecían. Cuando les sorprendía la ira celeste, corrían a resguardarse en la habitación más profunda del hogar, o al chozo más cercano si eras pastor o labrador y te encontrabas desamparado en mitad del campo. Era tanto su miedo, que los dioses más poderosos de la Antigüedad siempre se relacionaron con la tormenta. En la Bastetania, el dios Netón, señor del Trueno y de los Terremotos, tenía su trono en lo que hoy es Sierra Mágina y era adorado y temido por íberos y romanos en la antigua Acci (Guadix) junto a Isis. Y probablemente lo fueran también en algún lugar de la antigua Granada, pues conocemos la existencia de extraños rituales en aquella Iliberri/Ilíberis, cuyas ruinas reposan esquivas bajo el Albaicín, aunque de estos hallazgos os hablaremos en próximas entradas.

Ante la violencia desatada del cielo, aquellos pueblos ingeniaron diferentes formas para combatir su amenaza. En la Antigüedad se elevaban plegarias y sacrificios en altares dedicados al dios que, conocido por diferentes nombres, los desataba (Júpiter, Netón, Airón). En la Edad Media, los cristianos hacían sonar sus campanas de bronce para ahuyentarlas – lo que en más de una ocasión provocaba la fulminante caída de un rayo sobre ellas. Pero también se mantuvo desde los más remotos tiempos un oficio del que ni cristianos, ni musulmanes ni judíos pudieron prescindir, quizá por ser el más impresionante y eficaz hasta el triunfo de la ciencia moderna.

Los "conjuradores" o "encantadores de nubes y tormentas" se entremezclaron con las figuras del sacerdote, imán o rabino. Herederos de una tradición ancestral, de la que solo nos quedan vagas referencias, con sus conjuros hacían que las tormentas desaparecieran o se alejaran de la población a la que debían proteger. Algunos llegaron a alcanzar tal poder, que podían lograr que aquellas nubes desarrollaran todo su potencial y lo descargaran en el lugar que éstos les indicaran. Todavía hoy, bajo la sombra del Aneto y la Maladeta en los Pirineos (fijaos el parecido de Aneto con Netón -aunque su significado sea Ai-neto, “El pico más alto”, y el nombre de su macizo rocoso, ya que Maladeta significa de “La Montaña Maldita”), se conservan cerca de algunas iglesias unas pequeñas construcciones cubiertas, llamados esconjuranderos, comunidors o reliquiers, que dominan una panorámica excelente de su entorno y desde donde aquellos sacerdotes entonaban sus conjuros. Incluso se han conservado en antiguos libros y refranes parte de su contenido: En San Vicente de Labuerda gritaban "Boiretas en San Bizien y Labuerda: no apedregaráz cuando lleguéz t’Araguás: ¡zi! ¡zas!". En 1529, lejos de estar este oficio en decadencia, el inquisidor fray Martín de Castañega criticaba en su "Tratado muy sutil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías y vanos conjuros" la proliferación de conjuradores que “juegan con la nube como con una pelota” y “procuran echar la nube fuera de su término y que caiga en el de su vecino” (para más información sobre los esconjuranderos pirenaicos, http://www.tiempo.com/ram/2043/ahuyentando-tormentas/)

Si esto sucedía en el norte cristiano medieval, del sur dominado por el Mulhacén tenemos un testimonio mucho más cercano a Granada. En el siglo XIII un monje escribía probablemente en Santo Domingo de Silos un poema en honor al conde Fernán González. En él hemos encontrado una referencia, que hasta ahora había pasado desapercibida, de cómo también los moros en el sur mantenían este extraño ritual ancestral. Nos dice aquel monje en boca del buen conde:

476 «Los moros, bien sabedes, se guian por estrellas,
non se guian por Dios, que se guian por ellas;
otro Criador nuevo han fecho ellos d'ellas,
diz que por ellas veen muchas de maravellas.

477 Ha y otros que saben muchos encantamientos,
fazen muy malos gestos con sus espiramientos,
de revolver las nuves e revolver los vientos
muestra les el diablo estos entendimientos. 


A los ojos de aquel clérigo castellano lo que estos sabios realizaban era una simple práctica impía y pagana a despreciar. Algo que en realidad revela el temor de aquellas gentes, cristianas o musulmanas, sobre sus sobrecogedores efectos y la ignorancia sobre su misterioso significado y origen. Sin duda, no es más que el fiel reflejo de cómo perduraron en aquella Espanna, Sefarad, Al-Ándalus medieval, las creencias populares de los tiempos antiguos.

Es fácil imaginarnos cómo desde el blanco Albaicín, la roja Alhambra o el pardo Mauror coronado por las Bermejas, desde alguna pequeña torre que dominaba toda la Sierra Nevada del Sulayr, algún esconjurandero desplegaba todo su formidable poder en días como éste.




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