martes, 10 de mayo de 2016

Enterrada en Vida

El alarife manejaba el palustre con la maestría que le daban los años de oficio, los ladrillos, amontonados en un lateral, eran untados con eficacia con la pobre mezcla de cal y arena y colocados uno tras otro en cítara. El corazón latía en sus oídos, respiraba profundo como si el aire fuera más espeso, la habitación menguaba ante un tabique que vería hasta el día de su muerte. Con cada hilada de ladrillos redimía un pecado; con una pared, todos y cada uno, los habidos y por haber. Tras de sí, por encima de su cabeza, un ventano, el agujero que la mantendría unida a la vida y también al pecado. Entraba un haz de luz que se proyectaba sobre la cada vez más solida pared. Los sonidos producidos por el hacer del albañil cada vez se escuchaban mas lejanos y más huecos. Con la colocación del último ladrillo empezó a comprender lo que suponía su nueva situación, con cada raspar apagado de la llana al otro lado del tabique asumía su estado de penitencia, una penitencia autoimpuesta, una penitencia casi mística.

En esa celda ni siquiera tenía espacio para estirarse completamente, por el ventanuco entraba una gélida corriente proveniente de la sierra, el suelo y las paredes estaban húmedas. La gente pasaba por la calle a la que daba el ventanuco y le dejaba alguna limosna el día de los oficios, su familia iba más a menudo a dejarle algo para comer y beber, era todo un orgullo. Lo agradecía y rechazaba a la par, sólo con gestos, dedicada unicamente a la meditación y al rezo. Su nombre era Clara Montalbán y fue murada de la iglesia del Salvador del Albaicín en cumplimiento de su voto de tinieblas.

Pero Clara pudo elegir mantener, tal como las antiguas vestales, la llama de la fe a través de la contemplación y por ello era venerada y respetada. Igualmente le ocurría a otras emparedadas conocidas como María Toledano que pasó veintisiete años emparedada en oración en la antigua ermita de “San Antón el Viejo” hoy con el sugerente nombre de calle Santo Sepulcro. Otras por el contrario no eran muradas por su propia elección y consentimiento, de éstas, por la vergüenza o el respeto, en la mayoría de los casos no conocemos sus nombres. Era una práctica antigua en las ordenes religiosas femeninas enclaustrar (esta vez sin sustento) a la devota que rompía sus votos, principalmente el de castidad, sin importar si esos votos se rompían con su consentimiento o sin él.

Un ejemplo de ésto lo tenemos en el cruel hecho acaecido en septiembre de 1615 cuando Gaspar Dávila, de oficio torcedor de seda, enajenado por la fogosidad, alimentada quizá por la ronda a diario de los aledaños del monasterio de Santa Isabel la Real cuando iba camino del taller, se fijó en una joven monja. Un día, aprovechando que dicha monja se encontraba sola en el huerto, saltó la valla rompiéndola, la raptó y yació con ella. El tal Gaspar, cristiano nuevo, fue ejecutado en el cadalso de Plaza Nueva; la joven monja, fue flagelada en penitencia y murada en cualquier rincón del mismo monasterio de Santa Isabel la Real.

Quien sabe si el encierro eterno de esta monja anónima, se terminó unos trescientos cincuenta años después cuando el pintor Enrique Villar Yebra, andurreando por el palacio de Dar al-Horra (que formaba parte del monasterio de Santa Isabel la Real), se topó en la torre norte con una pared hueca, llamó al jefe de obras de la Alhambra que se encontraba por allí, José Torres, le pidió que picara el tabique para saciar la curiosidad, y aunque reacio en un principio ante la posible ira del arquitecto general, Francisco Prieto Moreno, finalmente lo convenció. Al clavar la espiocha cayeron cascotes al interior, continuaron con el picoteo hasta que el agujero fue lo suficientemente grande para observar que sólo se trataba de un pequeño cubículo, en su interior unos huesos desvencijados esturreados por el suelo.

Esta costumbre se prohibió, en parte por el celo que le había puesto la inquisición a esta práctica, a partir de la última década del siglo XVII, pero lo cierto es que en el amparo de las tinieblas se siguieron realizando emparedamientos por muchos años. Aún en muchos pueblos y ciudades perduran leyendas y habladurías de tal o cual mujer enterrada en vida como si de un cuento de Poe se tratara. Enterrada en vida, como el titulo de la novela costumbrista de Rafael del Castillo bajo el pseudónimo de Álvaro Carrillo, que poco tiene que ver con la historia que acabo de contar, y que fue una de las razones por las que recordé a estas mujeres penitentes; esos ventanucos a ras de suelo o a alturas inadecuadas de los laterales de muchas parroquias viejas o esa angustia de encontrarse enclaustrado y sin salida, uno de los temores más profundos y mas sacralizados desde tiempos inmemoriales.




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