viernes, 20 de mayo de 2016

La Puerta III

''Es imposible pensar una puerta como nos mandas''. Esa fue la respuesta de los sabios a la extraña demanda del hijo del rey; ''es imposible poner a los hombres de acuerdo sobre la belleza ideal de cualquier cosa, o sobre su fealdad, o sobre cualquier absoluto que se piense, Allah nos creo perfectamente incapaces de llegar a un acuerdo sobre tales extremos.'' Los sabios se retiraron, no era la primera vez que tales exigencias se hacían, y no era tampoco la primera vez que la obvia respuesta debía de ser convocada frente a lo ingenuo del deseo de los poderosos.

Todos salieron menos uno, un anciano eremita que vivía en los lejanos valles que forman las montañas de la Sierra. Cuando el último de los sabios hubo salido de la habitación el viejo se acercó al príncipe y le dijo: ''yo sé de tu enfermedad príncipe, yo sé de tu deseo y sé de la causa de tu búsqueda, sé de la magia que te maldice y de quien la invoca contra ti, has de saber que la puerta que deseas ya fue construida hace muchos siglos y aquí tienes la llave que abre su cerradura.''

Tras pronunciar estas palabras y entregar la llave el sabio se marchó, dejando al príncipe a solas con sus pensamientos. Por primera vez era consciente de lo extraño de su manía con las puertas, fue corriendo a su diván y sacó los bocetos y los dibujos que había hecho durante este tiempo, eran miles los que tenia. Una vez que se le hubo pasado la agitación se miró la mano y pensó: ''esta mano es la llave de una puerta impensable, y nunca abrirá con un trazo de tinta la entrada que tanto ansío'', pero en cambio esta...El príncipe miró la llave y sonrió para sus adentros, ''estoy poseído por una extraña magia, y lo importante no es la puerta ni nunca lo ha sido, lo importante es lo que hay detrás de esa puerta, algo que existe de verdad y que me ha elegido a mí para que lo encuentre y lo libere, y esta misma noche empezaré mi búsqueda.''






La Puerta II


''Los sabios se encerraron en sus bibliotecas para pensar que respuesta darían a la extraña petición del príncipe, sin saber que en una pequeña alquería cercana a la ciudad, en lo que hoy es el Pago de Aynadamar en la zona de Cartuja, un anciano eremita que había bajado a Granada hace poco desde algún pueblo de la Sierra, ya tenía la respuesta...'' [...]

Imagen: Ilustración, Rubayyat. Edmund Dulac.



La Puerta I


El príncipe se pasaba todo el día dibujando puertas, le gustaba imitar lo que había visto hacer a los alarifes por las murallas de toda la ciudad mientras enseñaban las formas y medidas de estas a los peones y maestros de obra que estaban encargados de fortalecer la medina con nuevos tramos de muralla, y de restaurar aquellos otros que por falta de mantenimiento mostraban desprendimientos y grietas.
Era una autentica obsesión la del hijo del rey por aquellas: de ángulos rectos, con decoraciones, acompañadas por vides que subían siguiendo el alfiz del arco y dejaban caer sus pámpanos por el dintel como si fuera un hermoso pelo ensortijado. También las dibujaba redondas y por supuesto imitaba aquellas que veía en la Alhambra y en otros palacios, a algunas les daba una puerta de madera y a otras rejas de hierro, a unas pocas en cambio las dejaba sin ningún tipo de cierre, pintándolas oscuras totalmente, como si la habitación a la que daban paso fuera un espacio sin ventanas o las profundidades de una cueva.
A tanto llego la manía del príncipe que en cuanto tuvo la posibilidad de gobernar en nombre de su padre, que en ese momento se encontraba haciendo la guerra como vasallo del rey de Castilla, mandó convocar a todos los sabios y alarifes de Granada para que unos pensaran la puerta más hermosa del mundo y otros la construyeran en algún lugar todavía por decidir de la ciudad. [...]

Imagen: Arco en ruinas. José Larrocha (dibujante), cerca de 1900


martes, 10 de mayo de 2016

Enterrada en Vida

El alarife manejaba el palustre con la maestría que le daban los años de oficio, los ladrillos, amontonados en un lateral, eran untados con eficacia con la pobre mezcla de cal y arena y colocados uno tras otro en cítara. El corazón latía en sus oídos, respiraba profundo como si el aire fuera más espeso, la habitación menguaba ante un tabique que vería hasta el día de su muerte. Con cada hilada de ladrillos redimía un pecado; con una pared, todos y cada uno, los habidos y por haber. Tras de sí, por encima de su cabeza, un ventano, el agujero que la mantendría unida a la vida y también al pecado. Entraba un haz de luz que se proyectaba sobre la cada vez más solida pared. Los sonidos producidos por el hacer del albañil cada vez se escuchaban mas lejanos y más huecos. Con la colocación del último ladrillo empezó a comprender lo que suponía su nueva situación, con cada raspar apagado de la llana al otro lado del tabique asumía su estado de penitencia, una penitencia autoimpuesta, una penitencia casi mística.

En esa celda ni siquiera tenía espacio para estirarse completamente, por el ventanuco entraba una gélida corriente proveniente de la sierra, el suelo y las paredes estaban húmedas. La gente pasaba por la calle a la que daba el ventanuco y le dejaba alguna limosna el día de los oficios, su familia iba más a menudo a dejarle algo para comer y beber, era todo un orgullo. Lo agradecía y rechazaba a la par, sólo con gestos, dedicada unicamente a la meditación y al rezo. Su nombre era Clara Montalbán y fue murada de la iglesia del Salvador del Albaicín en cumplimiento de su voto de tinieblas.

Pero Clara pudo elegir mantener, tal como las antiguas vestales, la llama de la fe a través de la contemplación y por ello era venerada y respetada. Igualmente le ocurría a otras emparedadas conocidas como María Toledano que pasó veintisiete años emparedada en oración en la antigua ermita de “San Antón el Viejo” hoy con el sugerente nombre de calle Santo Sepulcro. Otras por el contrario no eran muradas por su propia elección y consentimiento, de éstas, por la vergüenza o el respeto, en la mayoría de los casos no conocemos sus nombres. Era una práctica antigua en las ordenes religiosas femeninas enclaustrar (esta vez sin sustento) a la devota que rompía sus votos, principalmente el de castidad, sin importar si esos votos se rompían con su consentimiento o sin él.

Un ejemplo de ésto lo tenemos en el cruel hecho acaecido en septiembre de 1615 cuando Gaspar Dávila, de oficio torcedor de seda, enajenado por la fogosidad, alimentada quizá por la ronda a diario de los aledaños del monasterio de Santa Isabel la Real cuando iba camino del taller, se fijó en una joven monja. Un día, aprovechando que dicha monja se encontraba sola en el huerto, saltó la valla rompiéndola, la raptó y yació con ella. El tal Gaspar, cristiano nuevo, fue ejecutado en el cadalso de Plaza Nueva; la joven monja, fue flagelada en penitencia y murada en cualquier rincón del mismo monasterio de Santa Isabel la Real.

Quien sabe si el encierro eterno de esta monja anónima, se terminó unos trescientos cincuenta años después cuando el pintor Enrique Villar Yebra, andurreando por el palacio de Dar al-Horra (que formaba parte del monasterio de Santa Isabel la Real), se topó en la torre norte con una pared hueca, llamó al jefe de obras de la Alhambra que se encontraba por allí, José Torres, le pidió que picara el tabique para saciar la curiosidad, y aunque reacio en un principio ante la posible ira del arquitecto general, Francisco Prieto Moreno, finalmente lo convenció. Al clavar la espiocha cayeron cascotes al interior, continuaron con el picoteo hasta que el agujero fue lo suficientemente grande para observar que sólo se trataba de un pequeño cubículo, en su interior unos huesos desvencijados esturreados por el suelo.

Esta costumbre se prohibió, en parte por el celo que le había puesto la inquisición a esta práctica, a partir de la última década del siglo XVII, pero lo cierto es que en el amparo de las tinieblas se siguieron realizando emparedamientos por muchos años. Aún en muchos pueblos y ciudades perduran leyendas y habladurías de tal o cual mujer enterrada en vida como si de un cuento de Poe se tratara. Enterrada en vida, como el titulo de la novela costumbrista de Rafael del Castillo bajo el pseudónimo de Álvaro Carrillo, que poco tiene que ver con la historia que acabo de contar, y que fue una de las razones por las que recordé a estas mujeres penitentes; esos ventanucos a ras de suelo o a alturas inadecuadas de los laterales de muchas parroquias viejas o esa angustia de encontrarse enclaustrado y sin salida, uno de los temores más profundos y mas sacralizados desde tiempos inmemoriales.




Como un vaso roto lleno de un agua que nunca se desborda.

Fuente en el Parador de San Francisco (antiguo Convento de San Francisco, en la Alhambra de Granada).



viernes, 6 de mayo de 2016

Castillo de la Calahorra


Y cuervos, y murciélagos, y mazmorras, tumbas, grandes salones vacíos, muros gruesos y el recuerdo de los antiguos nobles guerreros que lo habitaron. Y que lo habitan, porque su sombra se extiende por todo el llano, y más allá, por la Sierra y los bosques que en ella hay; y en los bosques, en la Sierra y en el llano hay noches frías, y en las noches frías hay hogueras, y alrededor de las hogueras se cuentan historias sobre el castillo, del castillo y de sus habitantes: aquellos que no vivieron en el, pero que nunca se han ido.




De Garcilaso, Granada y Colón

Hoy veintitrés de abril de 2016 se celebra el día del libro, hoy hace cuatrocientos años de la muerte en Madrid de Miguel Cervantes (realmente murió tal día como el de ayer, un veintidós de abril), de William Shakespeare en Stratford (un tres de mayo en nuestro calendario gregoriano) y el menos nombrado Inca Garcilaso de la Vega en Córdoba (este sí más probable un 23 de abril de 1616) del que recuerdo alguna de sus crónicas contenidas en Comentarios Reales de los Incas sobre cómo se descubrió el Nuevo Mundo.

Hace una semana paseaba por los alrededores de la ermita de San Sebastián de Granada, uno de los mas claros ejemplos de morabito de época almohade de la Península ibérica y lugar en el que tradicionalmente se considera que fue el escenario en el que Boabdil “El Rey Chico” entregaba las llaves de la ciudad de Granada a Fernando II de Aragón “El Católico”, una escena que muchos tendréis pintada al óleo en vuestra memoria por el cuadro de Francisco Pradilla. Poco después, a la sombra de un gran álamo de la extensa ribera del río Genil se ofició la primera misa de la nueva era católica. Era un viernes dos de enero de 1492 y hacía un par de semanas que había llegado al campamento de Santa Fe un genovés de enigmático pasado, trágica historia y aspiraciones truncadas a la espera de una promesa que se materializó un diecisiete de abril. Con las Capitulaciones consiguió los títulos de Almirante y Virrey […] " de lo que ha descubierto en las mares oçéanas y del viage que agora, con el ayuda de Dios, ha de fazer por ellas en servicio de vuestras altezas" […].

Pero volviendo al día que nos ocupa, y haciendo mención al cuarto centenario de la muerte de uno de los celebrados hoy, el Inca Garcilaso de la Vega escribía en el capítulo III de sus Comentarios Reales de los Incas:

“A Castilla y a León,
Nuevo Mundo dio Colón”

En el mismo capítulo da nombre y lugar al rumor que empezó a correr entre los marineros al poco de volver Colón de su primer viaje a las Indias: Alonso Sánchez de la villa de Huelva, el piloto desconocido.

Ya era famoso el llamado piloto anónimo, era una de esas historias con olor a salitre que se cuentan los marineros en las largas jornadas en alta mar, en los fugaces encuentros en los muelles de carga o en las interminables esperas en las cantinas portuarias y que finalmente acababan aposentándose en las villas marineras de uno y otro lado del Atlántico. Garcilaso fue uno más de los que desde niño, allá en el Perú, oía estos comentarios de taberna que llevaban hacía mas de cien años, antes de los pleitos colombinos, corriendo de boca en boca por los puertos del Viejo y el Nuevo Mundo. Gonzalo Fernández de Oviedo, Fray Bartolomé de las Casas, López de Gomara, José de Acosta… cada uno aportaba un dato nuevo sobre el piloto anónimo pero fue el Inca Garcilaso el que nos contó la historia de Alonso Sánchez de Huelva, un comerciante que con su nao hacía el comercio triangular entre las Canarias, Madeira y el continente, que un día de 1484 un temporal lo arrastró a él y su tripulación durante veintinueve días hasta tierras desconocidas. Tras hacer las reparaciones pertinentes y reponer suministros embarcaron de nuevo con la intención de regresar de la misma forma que llegaron, sin conocimiento. Así la vuelta les llevó mas tiempo del que esperaban, faltándoles provisiones y haciendo mella en ellos enfermedades de alta mar como el escorbuto. Según Garcilaso, de los diecisiete hombres que partieron de España sólo cinco llegaron a la isla de Terceira, dónde sitúa en ese momento al futuro Almirante de la Mar Océana Cristóbal Colón. Otros lo sitúan en esos años en la isla de Porto Santo en Madeira dónde vivía con su esposa Felipa Moniz, hija del gobernador de la mencionada isla. Otros por contra, lo ubican en la isla canaria de La Gomera tradición que nos ha llegado a través de un bonito romance de siglo XVI que confirman, aún más, las habladurías que recalaban en cada puerto.

Sea como fuere el maltrecho Alonso relató los avatares de su periplo a Cristóbal Colón, a qué latitud fue, a que latitud regresó, los vientos que lo hicieron posible y el tiempo que empleó. Poco después el marino muy mermado por los meses de escasez fue devorado por la enfermedad y murió. Durante los siguientes ocho o nueve años, Colón releyó a los clásicos y recabó nuevos datos náuticos llegando a la conclusión de que la tierra descrita por el marinero extraviado que un día arribó a las costas de su pequeña isla atlántica, no era otra que la isla de Cipango mencionada por Marco Polo y defendida por Toscanelli, allá en el extremo de las Indias Orientales. Con dicha convicción buscó una fortuna que le financiara su certero viaje hacia las Indias. Tras varios y conocidos fracasos finalmente la reina Isabel I de Castilla “la Católica” lo emplazó para después de la guerra de Granada, hecho consumado un dos de enero de 1492 y rubricado un diecisiete de abril con el encabezamiento "de lo que ha descubierto"… Y el resto ya es historia conocida por todos.




En los jardines del Generalife queda una placa escondida entre hiedras y glicinias recordando al Inca Garcilaso (foto original)


Panderete de las Brujas

''La figura de la cumbre justificaba el nombre de la colina: era enteramente redonda y perfectamente plana, como la superficie de un pandero; en cuanto á su calificacion de Panderete de las brujas la justificaba el ser pública voz y fama que en aquel lugar se reunían todos los sábados á celebrar sus conventículos las brujas residentes en diez leguas á la redonda. En medio de la cumbre había un casuco arruinado y desvencijado, en donde según fama, los demonios levantaban su trono á Lucifer, siempre que se celebraba una de aquellas negras, misteriosas y reprobadas festividades, en cuyo trono se sentaba el espíritu de las tinieblas, disfrazado bajo la forma de un macho cabrío.'' (Los Monfíes de las Alpujarras, de Don Manuel Fernandez y Gonzalez)

Volvemos por un momento al Panderete, si es posible hablar así de un motivo que nunca se ha ido, y que difícil es que lo haga puesto que mientras que escribo estas palabras lo estoy divisando a lo lejos, tan seco y estéril como de costumbre.

De este extracto de la novela se tiene que en la época en que se escribió debía haber en el lugar una casa ya en ruina por aquel entonces. O quizás no, se trata solo de una novela, pero lo cierto es que justo al lado del Cerro hay un ''casuco'', ''arruinado y desvencijado''; no iremos tan lejos como al afirmar que allí, en esa casa, levantan los demonios un trono a Lucifer, o quizás si, y ya sea hora de enfrentar de una vez con lo que sea que ha dado pábulo a la leyenda. Pronto habréis de saber más.



Tormentas de primavera

Es tiempo de tormentas, truenos y rayos. Fenómenos ante los que nuestros antepasados enmudecían. Cuando les sorprendía la ira celeste, corrían a resguardarse en la habitación más profunda del hogar, o al chozo más cercano si eras pastor o labrador y te encontrabas desamparado en mitad del campo. Era tanto su miedo, que los dioses más poderosos de la Antigüedad siempre se relacionaron con la tormenta. En la Bastetania, el dios Netón, señor del Trueno y de los Terremotos, tenía su trono en lo que hoy es Sierra Mágina y era adorado y temido por íberos y romanos en la antigua Acci (Guadix) junto a Isis. Y probablemente lo fueran también en algún lugar de la antigua Granada, pues conocemos la existencia de extraños rituales en aquella Iliberri/Ilíberis, cuyas ruinas reposan esquivas bajo el Albaicín, aunque de estos hallazgos os hablaremos en próximas entradas.

Ante la violencia desatada del cielo, aquellos pueblos ingeniaron diferentes formas para combatir su amenaza. En la Antigüedad se elevaban plegarias y sacrificios en altares dedicados al dios que, conocido por diferentes nombres, los desataba (Júpiter, Netón, Airón). En la Edad Media, los cristianos hacían sonar sus campanas de bronce para ahuyentarlas – lo que en más de una ocasión provocaba la fulminante caída de un rayo sobre ellas. Pero también se mantuvo desde los más remotos tiempos un oficio del que ni cristianos, ni musulmanes ni judíos pudieron prescindir, quizá por ser el más impresionante y eficaz hasta el triunfo de la ciencia moderna.

Los "conjuradores" o "encantadores de nubes y tormentas" se entremezclaron con las figuras del sacerdote, imán o rabino. Herederos de una tradición ancestral, de la que solo nos quedan vagas referencias, con sus conjuros hacían que las tormentas desaparecieran o se alejaran de la población a la que debían proteger. Algunos llegaron a alcanzar tal poder, que podían lograr que aquellas nubes desarrollaran todo su potencial y lo descargaran en el lugar que éstos les indicaran. Todavía hoy, bajo la sombra del Aneto y la Maladeta en los Pirineos (fijaos el parecido de Aneto con Netón -aunque su significado sea Ai-neto, “El pico más alto”, y el nombre de su macizo rocoso, ya que Maladeta significa de “La Montaña Maldita”), se conservan cerca de algunas iglesias unas pequeñas construcciones cubiertas, llamados esconjuranderos, comunidors o reliquiers, que dominan una panorámica excelente de su entorno y desde donde aquellos sacerdotes entonaban sus conjuros. Incluso se han conservado en antiguos libros y refranes parte de su contenido: En San Vicente de Labuerda gritaban "Boiretas en San Bizien y Labuerda: no apedregaráz cuando lleguéz t’Araguás: ¡zi! ¡zas!". En 1529, lejos de estar este oficio en decadencia, el inquisidor fray Martín de Castañega criticaba en su "Tratado muy sutil y bien fundado de las supersticiones y hechicerías y vanos conjuros" la proliferación de conjuradores que “juegan con la nube como con una pelota” y “procuran echar la nube fuera de su término y que caiga en el de su vecino” (para más información sobre los esconjuranderos pirenaicos, http://www.tiempo.com/ram/2043/ahuyentando-tormentas/)

Si esto sucedía en el norte cristiano medieval, del sur dominado por el Mulhacén tenemos un testimonio mucho más cercano a Granada. En el siglo XIII un monje escribía probablemente en Santo Domingo de Silos un poema en honor al conde Fernán González. En él hemos encontrado una referencia, que hasta ahora había pasado desapercibida, de cómo también los moros en el sur mantenían este extraño ritual ancestral. Nos dice aquel monje en boca del buen conde:

476 «Los moros, bien sabedes, se guian por estrellas,
non se guian por Dios, que se guian por ellas;
otro Criador nuevo han fecho ellos d'ellas,
diz que por ellas veen muchas de maravellas.

477 Ha y otros que saben muchos encantamientos,
fazen muy malos gestos con sus espiramientos,
de revolver las nuves e revolver los vientos
muestra les el diablo estos entendimientos. 


A los ojos de aquel clérigo castellano lo que estos sabios realizaban era una simple práctica impía y pagana a despreciar. Algo que en realidad revela el temor de aquellas gentes, cristianas o musulmanas, sobre sus sobrecogedores efectos y la ignorancia sobre su misterioso significado y origen. Sin duda, no es más que el fiel reflejo de cómo perduraron en aquella Espanna, Sefarad, Al-Ándalus medieval, las creencias populares de los tiempos antiguos.

Es fácil imaginarnos cómo desde el blanco Albaicín, la roja Alhambra o el pardo Mauror coronado por las Bermejas, desde alguna pequeña torre que dominaba toda la Sierra Nevada del Sulayr, algún esconjurandero desplegaba todo su formidable poder en días como éste.