¡Tambores rudos y graves cuernos! Y viento, siempre el viento, a veces gemido y otras rugiendo mientras subía por la Laguna de la Mosca hasta la atalaya de piedra y laja donde me encontraba.
Y siempre después del poderoso soplido la temida calma, y aquellos sonidos, cada vez más potentes y más terribles: se oían cánticos y palabras timbradas por lenguas de fuego y exhaladas por pulmones encharcados. Cada vez mayores eran las pausas y más tiempo pasaba desde que el viento las hacia callar. Yo me desesperaba entonces, como si fuera la ventolera, la respiración del ser más querido que veía desvanecerse y perder fuelle.
En aquel instante debí de perder la cordura.
Recuerdo que al poco de notar como el viento comenzaba a amainar una pena abrumadora se apoderó de mi, y de aquel sufrimiento que debió traer esa marea infernal supongo que provendrán las historias propias de un enajenado que relate a los montañeros que me rescataron al día siguiente.
Según me han contado, puesto que no recuerdo ya nada, me encontraron brincando por las cercanías de la Laguna de la Mosca mientras simulaba ser una cabra, de las pocas frases coherentes de las que pudieron extraer algún sentido contaron los montañeros que no paraba de repetir y loar el nombre de Mahmmud, a Mahmmud el Macho Cabrío y rey de los vientos de la Sierra.
Por lo que he podido saber después, algunas leyendas de los pastores serranos hablan de ciertos días en los que se puede escuchar como el viento trae a las laderas donde están los rebaños sonidos de músicas antiguas, y que entonces es normal ver como las cabras enloquecen y algunas se escapan brincando a lo más profundo de la Sierra para no volver jamás.
Todavía hoy, cuando sopla el viento, puedo sentir algo de esa pena tan salvaje que se apoderó de mi aquel día, y mi mirada siempre me lleva a la montaña donde el Gran Mahmmud reúne a las cabras para bailar y cantar los bailes prohibidos de tiempos remotos.
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