Hay pocas cosas en la sierra: soledad, cabras, rocas y viento; y a veces nieve, pero aquella tarde de junio lo único que había era escarcha en las umbrías. En eso pensaba yo mientras subía solitario a la loma más cercana al refugio donde tenía pensado pasar la noche. Aullaba una ventolera de mil demonios, de esas que esperas que acompañe al sonido de las ramas crujiendo y de los toldos moviéndose, pero allí no había nada de aquello, por eso soplaba y soplaba el viento, intentando que algo le hiciera caso entre tanta aspereza. Nada.
Nada hasta el punto que pensé yo mismo con pena en lo triste que era ser viento en esta montaña tan orgullosa. Seguí allí unos minutos más, esperando a que el frío me entrara hasta los huesos para que el lúgubre refugio me pareciese mas acogedor, yo estaba concentrado únicamente en el viento, en lo maravillosa que era su tenacidad. Los minutos pasaban y cada vez más podía notar los matices sonoros de este: silbaba, rugía, se desgañitaba como una orquesta fantasmal en aquel anfiteatro natural de las montañas. Y seguía...
No se si fue la sugestión que tanta soledad alborotada causo en mi ánimo, acostumbrado como estaba a la soledad triste de la vida en la ciudad, pero al pasar de los minutos, ¿cuantos llevaba yo allí?, al pasar de los minutos digo, pude notar como entre las pausas que hacia aquel infierno acústico, otra música, aún mas terrible que la producida por el proceloso respirar de las cumbres, se podía advertir cada vez más clara: eran tambores, tambores rudos y graves cuernos que soplaban cuando se callaba por un momento el sonido del viento.
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