La birlesca del Gallo tenía su ermita en el mesón de
Gelves, en la Acera de los Valientes, amparo de jaques y gerifaltes que
se acogían a ella como a sagrado. El morapio –y mucho se cuidaban de no
bautizarlo para según quién– se lo servía la Constanza, tusona de
algunos vellones el tropezón, bachillera en lo suyo, que había sido
marca de un pobre desgraciado al que habían dado las postrer ansias y
tenía que ganarse la vida. Andaba la cosa entre letanías y blasfemias dándole
a la descuadernada, bajo la mirada del Gallo, que no le gusta alijar la
nao. Se atusó el mostacho, muy hidalgo, pensativo, con la mano cerca
del respeto, desenvainada junto a la gamba, que más vale un por si acaso
que un válgame Dios. Entró un pisaverde, con mucho vuelo de capa y
herrería y voto a tal y cual, por vida de, preguntando por el Gallo que a
esas alturas miraba al galán con el baldeo en gavia, presto a meter
mano a la blanca en cuanto se terciara. Un mocito en busca de venganza
por haberle trinchado las asaduras a algún pariente. Se encogió de
hombros el Gallo. Levantóse de la silla y se persignó, saliendo sin
darle la espalda al bonito. Cosas del oficio. Lástima que ese lance no
lo cobrara.
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