lunes, 24 de abril de 2017

El Mesón

La birlesca del Gallo tenía su ermita en el mesón de Gelves, en la Acera de los Valientes, amparo de jaques y gerifaltes que se acogían a ella como a sagrado. El morapio –y mucho se cuidaban de no bautizarlo para según quién– se lo servía la Constanza, tusona de algunos vellones el tropezón, bachillera en lo suyo, que había sido marca de un pobre desgraciado al que habían dado las postrer ansias y tenía que ganarse la vida. Andaba la cosa entre letanías y blasfemias dándole a la descuadernada, bajo la mirada del Gallo, que no le gusta alijar la nao. Se atusó el mostacho, muy hidalgo, pensativo, con la mano cerca del respeto,  desenvainada junto a la gamba, que más vale un por si acaso que un válgame Dios. Entró un pisaverde, con mucho vuelo de capa y herrería y voto a tal y cual, por vida de, preguntando por el Gallo que a esas alturas miraba al galán con el baldeo en gavia, presto a meter mano a la blanca en cuanto se terciara. Un mocito en busca de venganza por haberle trinchado las asaduras a algún pariente. Se encogió de hombros el Gallo. Levantóse de la silla y se persignó, saliendo sin darle la espalda al bonito. Cosas del oficio. Lástima que ese lance no lo cobrara.


No hay comentarios:

Publicar un comentario