martes, 21 de febrero de 2017

El dios Airón (I)

El dios Airón (I)

Era julio de 1431, y nuestros soldados, derrotados, huían del desastre que acababa de sorprenderles. Lanzas rotas y adargas ensangrentadas regaban las acequias de la vega. Los caballos corrían sin jinete que los guiara y, en medio del caos, los caballeros infieles avanzaban sin resistencia alguna arrasando todo a su paso. ¿Qué habíamos hecho, oh Allah, para merecer esto? No sin grandes penas conseguimos refugiarnos tras las imponentes defensas de Puerta Elvira y Birrambla... Pero Granada ya no era un sitio seguro. Creíamos que podríamos descansar bajo las soberbias murallas que construyeron nuestros abuelos... ¡qué ingenuos habíamos sido! A medianoche supimos que el verdadero mal estaba dentro, y no fuera, de nuestros muros.

El rey de los cristianos, Juan II, lo tenía todo a su favor: la perla de Andalucía, indefensa, estaba al alcance de su mano. Pero aquella noche los centinelas prestaban más atención a la colina del Mauror que a la multitud de antorchas que iluminaban nuestra vega como un mar de estrellas. Nadie, fuera o dentro de Granada, pudo conciliar el sueño. Grandes destellos y fuertes llamaradas estallaban por detras de la Alhambra, iluminando las Torres Bermejas desde las profundidades de las mazmorras que perforaban sus cimientos. Y luego... luego algo comenzó a sacudir el suelo una y otra vez. “La tierra se estremecía con grandes vaivenes y subterráneos bramidos y truenos que en sus entrañas se oían, atemorizaba á los más valientes, y todos esperaban grandes cosas”, llegó a escribir Fernán Gómez de Ciudad Real, unas décadas después.

Allí, convocados por el emir de los creyentes, se había reunido el consejo de ulemas y alfaquíes, presididos por un extraño sufí al que el pueblo respetaba y por cuya oscura fama el rey había desterrado a los yermos de Guadix y Baza... La situación era desesperada, ¡después de 700 años, los últimos musulmanes resistían en Granada sin más esperanzas que las de un ritual en la sombra, en el maldito Mauror!

Al amanecer la magia del morabito no se hizo esperar más. Los pilares de la Granada milenaria se quebraron. Con una violencia procedente de lo más profundo del infierno se hundieron las casas, se arruinaron las defensas y algunas de las más altas torres desaparecieron bajo una espesa nube que cubrió Granada como un espejismo.

Mohammed IX había conseguido salvar la ciudad, aunque a un alto precio. “En este tiempo tembló la tierra en el real del Rey, y en Granada se cayó parte del Alhambra;... fue tan grande este temblor y tantas veces que no había memoria de gentes que uviesen visto otra cosa semejante”, recordaba el soldado Alonso Barrantes Maldonado. Y fue tal su violencia que los cristianos huyeron despavoridos con tal pánico que ni siquiera se fijaron en que la ciudad que dejaban a sus espaldas estaba completamente a su merced. ¿Qué horror habían despertado aquellos magos cubiertos con turbantes?

Las murallas habían quedado arruinadas con brechas por doquier, las mezquitas habían perdido sus alminares y no podíamos rezar a Allah, mas... ¿acaso él había venido a socorrernos? ¡No! ¡Él no fue quién nos salvó del desastre, sino una fuerza largo tiempo olvidada! Incluso el hermoso palacio de cúpulas de lapislázuli que Muhammad V ordenó levantar en los Alixares había sido arrasado, quedando sus maravillas perdidas para siempre.

El daño fue tal que cuando los Reyes Católicos conquistaron la ciudad, aún ésta mostraba las heridas sin cicatrizar de aquel conjuro. Unas heridas que sin embargo habían conseguido mantener Granada bajo el poder de los musulmanes medio siglo más... Y para entonces, cuando los reyes cristianos quisieron saber el origen de aquel terremoto, el silencio de los más ancianos fue lo único que encontraron. Sólo bajo amenaza de muerte, algunos de los más sabios llegaron a responder a los reyes con una fría y sarcástica sonrisa. Éstas fueron las únicas palabras que pudieron arrancarles: "Buscad, buscad en los archivos de la Madraza si de veras queréis saber la Verdad..."


Y, ¿quién sabe? Quizás aquella fuerza que sacudió Granada también fue real... e intentaremos comprobarlo en la próxima entrada. Porque esta historia sólo acaba de empezar.

Antigua fotografía de Puerta Elvira, arruinada en este terremoto, 
con su cruz y una de las puertas interiores, hoy desaparecidas. (foto)

Palacio de los Alijares o Alixares, en el fresco de la Batalla de la Higueruela 
en la Sala de las Batallas de El Escorial. (foto)


jueves, 16 de febrero de 2017

La Puerta Roja

El negro manto de la noche cae sobre Granada. Las hordas de turistas abandonan la Alhambra, donde ya no habita ningún alma. La Puerta de los Siete Suelos, reina de la Montaña Roja desde su trono invisible, espera el amanecer de la luna. Pero ésta, menguante, no llega a iluminarla. Su plateada fuerza se va apagando y, como cada mes, deja que figura quede sumida en las tinieblas. "Semperclausa" llamaron a esta puerta, "la que siempre está cerrada", pues desde que el último rey moro de Granada la abandonara indefensa, los nuevos reyes de fe católica ordenaron tapiarla, horrorizados por la maldición que el último ulema de Granada lanzó para sellarla bajo un conjuro que ningún clérigo ha sido capaz de romper jamás.

De esta forma, sus lúgubres torres parecen crecer en oscura majestad mientras ninguna rama se atreve a romper el pesado silencio que poco a poco las va rodeando. Y algo duerme en el corazón de sus muros, esperando ansiosamente este momento. Las macabrillas que forman los muros de la Alhambra parecen sepultar aún más su quietud, como si las almas de los antiguos cadáveres que custodiaban se encogieran en su interior.

Entonces un ladrido rompe el silencio. Y luego otro. Aquí y allá, sus ecos se multiplican hasta la locura: la Puerta Roja despierta. Desde lo más profundo de sus cimientos un aliento sin vida asciende tras un séquito de terror que le precede en forma de jauría. A lomos de un huracán que retuerce las ramas, sacudiendo la tierra como si mil jinetes cargaran con toda su furia monte abajo, desciende un caballero descabezado y colérico. El frío y la niebla envuelven a Velludo, que vuelve para cobrar su tributo entre los mortales.

Hoy la luna no amanecerá sobre el Cerro del Sol. Solo cabe atrancar los postigos, apagar las luces y esperar que todo niño vuelva a levantarse junto a su madre y todo amante junto a su amada en una mañana que no parece llegar nunca.

Grabado de W. Radclyffe en base a David Roberts (1834).


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"Porta Castri Granatensis semper clausa" (La puerta del castillo de Granada, siempre cerrada) . Detalle de grabado de Joris Hoefnagel (1581).